Creo que la edad me hace ser más débil y sensible ante las desgracias ajenas. La juventud me hacía estar siempre preocupada por mi misma y mi entorno más cercano, pero siempre en lo que me concernía personalmente. Era consciente del mundo y la sociedad, y de la Historia de otros pueblos, y luchaba para cambiar lo que consideraba un "orden" económico-político injusto.
Los años me han traído algo que no sé si me perjudica o beneficia: la empatía en el sufrimiento. En mi etapa de bachiller pude leer el diario de Anna Frank, visionar documentales sobre campos de concentración, saber de la matanza que supuso la batalla de Stalingrado y husmear en nuestra Guerra Civil y en la no menos cruenta posguerra.
Digamos que confeccioné una visión desde arriba, un panorama como el de
las películas de indios y vaqueros en la que los muertos son como de
cartón piedra, que caen al suelo sin sangre, donde las balas no suenan
cuando penetran la carne, donde las cabezas nunca estallan y los
miembros no se mutilan.
Ahora a mis cuarenta recién
cumplidos aunque me de vergüenza admitirlo, raro es el telediario en el
que no acabo llorando. Y si logro controlar el llanto porque no estoy
sola, se me hace un nudo que me impide el habla. Un goteo de muertos
diarios me martillea el corazón cuando cada día, CADA DÍA, hay nuevas
cifras de personas (con sus hijos, mujeres, madres, padres ...) que
mueren en Irak, en Libia, en Pakistán...
Esas caras de profunda tristeza de los niños; esos mutilados en esos
colchones inmundos de hospital; esa desesperación delante de las ruinas
de la que fue tu casa, tu escuela, tu centro de trabajo; esos niños
trabajando como esclavos delante de las máquinas de coser, durmiendo
debajo cuando deberían estar con sus familias, dejándose querer por sus
abuelos o jugando en las calles; esos otros viviendo y comiendo encima
de inmensas montañas de basura, sucios, maltrechos, enfermos; aquellos
hombres y mujeres que pagan lo que no tienen por la ilusión de cambiar
la vida de su familia y la de ellos mismos, y que se embarcan en manos
de personas sin escrúpulos en un viaje incierto con muy pocas
posibilidades de éxito y que puede acabar con sus vidas; la miseria, la
desesperanza, la inmundicia, el poder, la corrupción ...
Detrás
de todo esto hay culpables que viven cómodamente en sus casas, con sus
familias. Algunos son presidentes de gobierno, otros lo son de grandes
corporaciones, otros de entidades bancarias, de empresas de armamento
... qué sé yo. E irremediablemente me pregunto qué parte de culpa me
toca a mí que no consigo movilizar a mi entorno, que no soy capaz de ser
más valiente y dejar todo mi cómodo mundo, mi trabajo, mi casa y mi
familia, para ir a ponerme a disposición de aquellos que lo necesiten.
Sería
más fácil ser creyente. Por desgracia soy atea hasta la médula. Sé que
la solución está en nuestras manos. Somos una inmensa mayoría, pero nos
tienen la partida ganada.
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