sábado, 14 de mayo de 2011

Los que no tenemos Dios.

Creo que la edad me hace ser más débil y sensible ante las desgracias ajenas. La juventud me hacía estar siempre preocupada por mi misma y mi entorno más cercano, pero siempre en lo que me concernía personalmente. Era consciente del mundo y la sociedad, y de la Historia de otros pueblos, y luchaba para cambiar lo que consideraba un "orden" económico-político injusto.

Los años me han traído algo que no sé si me perjudica o beneficia: la empatía en el sufrimiento. En mi etapa de bachiller pude leer el diario de Anna Frank, visionar documentales sobre campos de concentración, saber de la matanza que supuso la batalla de Stalingrado y husmear en nuestra Guerra Civil y en la no menos cruenta posguerra. Digamos que confeccioné una visión desde arriba, un panorama como el de las películas de indios y vaqueros en la que los muertos son como de cartón piedra, que caen al suelo sin sangre, donde las balas no suenan cuando penetran la carne, donde las cabezas nunca estallan y los miembros no se mutilan.
Ahora a mis cuarenta recién cumplidos aunque me de vergüenza admitirlo, raro es el telediario en el que no acabo llorando. Y si logro controlar el llanto porque no estoy sola, se me hace un nudo que me impide el habla. Un goteo de muertos diarios me martillea el corazón cuando cada día, CADA DÍA, hay nuevas cifras de personas (con sus hijos, mujeres, madres, padres ...) que mueren en Irak, en Libia, en Pakistán... Esas caras de profunda tristeza de los niños; esos mutilados en esos colchones inmundos de hospital; esa desesperación delante de las ruinas de la que fue tu casa, tu escuela, tu centro de trabajo; esos niños trabajando como esclavos delante de las máquinas de coser, durmiendo debajo cuando deberían estar con sus familias, dejándose querer por sus abuelos o jugando en las calles; esos otros viviendo y comiendo encima de inmensas montañas de basura, sucios, maltrechos, enfermos; aquellos hombres y mujeres que pagan lo que no tienen por la ilusión de cambiar la vida de su familia y la de ellos mismos, y que se embarcan en manos de personas sin escrúpulos en un viaje incierto con muy pocas posibilidades de éxito y que puede acabar con sus vidas; la miseria, la desesperanza, la inmundicia, el poder, la corrupción ...
Detrás de todo esto hay culpables que viven cómodamente en sus casas, con sus familias. Algunos son presidentes de gobierno, otros lo son de grandes corporaciones, otros de entidades bancarias, de empresas de armamento ... qué sé yo. E irremediablemente me pregunto qué parte de culpa me toca a mí que no consigo movilizar a mi entorno, que no soy capaz de ser más valiente y dejar todo mi cómodo mundo, mi trabajo, mi casa y mi familia, para ir a ponerme a disposición de aquellos que lo necesiten.
Sería más fácil ser creyente. Por desgracia soy atea hasta la médula. Sé que la solución está en nuestras manos. Somos una inmensa mayoría, pero nos tienen la partida ganada.

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